Tras una noche un tanto agotadora, al día siguiente aún quedaban ilusión y ganas para volver a desembarcar en el viejo Laredo y seguir plasmando gráficamente lo que en sus calles acontecía.
En un punto determinado de la plaza de la Constitución de esta villa
marinera bañada por el bravío Cantábrico, el alfarero crea su pieza de
barro ante la mirada de un grupo poco numeroso de pequeñas criaturas
humanas. En otro la herrera y el herrero cruzan sus miradas complices. Y
en el tercero un artesano del cristal da forma, bajo el ardiente fuego,
a su delicada obra.
Allí cerca en la calle la cual llaman del
paseo y que te aproxima al nuevo y al viejo puerto, el mismo camino que
te conduce hacia un túnel reparado ya hace varios años; en dirección
opuesta vienen, acompañados de sonidos de gaitas y de cierto gentío,
sendos santinbanquis que forman un todo al construir su acrobacia.
Más tarde me cruzo con dos jóvenes y bellas cortesanas saciando su apetito, ambas luces lentes de épocas futuras.
Sigo
caminando por otra avenida cuando descubro la diminuta figura
anacrónica, fabricada en un material desconocido aunque puedo sospechar
que se trata de yeso, de un rastafari fumando y saboreando los exótico
placeres de una extraña hierba.
Regreso a la anterior y veo a un
vendedor ambulante recorriendo una de sus aceras ofertando futuristas
maquinas para medir el paso despiadado e implacable del tiempo.